Es una tarde de verano, de este verano extraño y atípico. Un silencio infinito lo habita todo, las montañas de la Serranía de Béjar, las altas cumbres de Gredos. Al norte Salamanca se muestra cercana. Es una tarde de verano extraña, sólo el hermoso nombre del pueblo invita al sueño: Martinamor.
Desde allí nos encaminamos a la ganadería de Gómez de Morales, a la Dehesa La Maza, donde nos espera el mayoral Ángel Luis Sánchez Martín. El polvo del camino, largo y estrecho, se levanta suave como si este año que está todo en silencio y parado, el polvo se hubiera asentado y se hubiera vuelto perezoso. Los pájaros mudos descansan sobre las encinas.
En la portera de acceso a la explotación, escuchamos el tintinear de los cencerros de los bueyes. Todo está tranquilo, como si el campo bravo estuviera apagado y a oscuras por la falta de espectáculos, pero nada más lejos de la realidad, porque el campo bravo ni duerme ni descansa, a los animales se les mima igual, se les trata como siempre, esa es la verdad y la grandeza del toro bravo, sus cuidos y sus mimos; los del ganadero que se aprieta el cinturón y los del mayoral que dedica su vida a ellos, que da su vida por ellos, que se entrega hasta el final por ellos, por los bravos, por esos animales hermosos y valientes y tan vivos como las ganas de vivir de un torero o las de un toro por luchar hasta el final; las mismas que el mayoral derrocha cuando toma montura y se pierde por el horizonte, entre el mar de encinas, entre las marismas, entre las Bardenas Reales en las tierras del Ebro. Hoy estamos en Salamanca, a tiro de piedra de Alba de Tormes, pero pudiéramos estar en cualquier parte del mundo taurino porque en todos y cada uno de ellos al toro se le respeta, se le cuida y se le honra.
Ángel sabe un poco de esto, ya estuvo con los Cobaledas, con Los Bayones y con Sayalero, de hecho fue el último mayoral de esta ganadería en tierras charras, antes de que marcharan al sur.
Hoy está aquí, muy cerca de su Tamames, pero sobre todo de su gran pasión; “hagas lo que hagas, hazlo con pasión”, ese el verdadero lema de un mayoral.
Las tórtolas comunes con sus plumas sedosas y fucsias como la piel de un capote, tan raras ya como este verano, aletean al viento que se suma al tintinear de los cencerros.
En esta ganadería se va a llevar a cabo una de las faenas más desconocidas pero más beneficiosas para el ganado bravo: un baño sobre agua tratada con “Zoogama”. Parece increíble y hasta resulta llamativo en estos malditos tiempos de pandemia y virus, el del maldito bicho y el del atropello a las gentes del bravo.
Lo primero que hace Ángel es tomar el caballo, bien domado y temperamental, de capa alazana y finas cañas en las manos y salir reunir a los bueyes berrendos en colorao que en cuanto Ángel los anima, aceleran el paso y el tintineo de sus cencerros. Suena a música celestial, como si nunca la hubiéramos escuchado por el silencio provocado por esta terrible situación. Este año no suenan los cencerros.
Bien domados, envuelven a la tropa de vacas que tomarán el baño refrescante; ahora sí, una nube de polvo se levanta, qué alegría contemplarla, mezclándose entre el sonido de los bueyes y los cascos de las bravas cuando rozan sobre la tierra áspera y dura del verano. Las encierra por lotes, poco a poco, con la misma sutileza con las que la mueve por la magnífica manga y el colosal embarcadero. Así las va colocando en tropa de a cinco, de a seis… para que lleguen tranquilas al agua que ya conocen pues no en vano, pasan a todos los animales por la fosa cada año, a los machos sólo hasta que son erales.
La fosa está situada al final de una manga estrecha, una fosa que alberga 18.000 litros de agua con su correspondiente mezcla de concentrado de Zoogama, que no sólo las desparasita de garrapatas, de la molesta mosca del caballo, sino que les desinfecta las heridas, también las de los lagrimones tan corrientes en esta época del año, las infecciones de orina…
Las pasa ahora y luego en Octubre, a principios del otoño pasa a toda la ganadería.
Y así van saltando una a una sobre la fosa, las más viejas tranquilas, las más nuevas nerviosas, haciendo cabriolas como si fueran potrillos salvajes, al final una rampa de cemento a la que aferran sus afiladas pezuñas y toman libre el campo.
Las imágenes son espectaculares y el sonido del agua y los bufidos increíbles. Carlos se coloca a cuerpo frente a ellas sin más protección que su cámara y su valentía y su saber estar camuflado.
Como si fueran los rectos pináculos de una catedral, los pitones astifinos despuntan por encima del agua invencibles.
Es un espectáculo, en estos tiempos que corren tan extraños de coronavirus, soberbio.
Nosotros, los humanos, nos infectaremos pero el bravo tras un baño de estos tan purificador y beneficioso, seguro que no. Quien escribe, lamenta que las cámaras de medio mundo no estén aquí entre le aletear de las tórtolas, el canto de los cencerros y el chapoteo del agua,para contemplar y dar fé de cómo se trata al toro bravo, como se le cuida y se le mima casi más que a nosotros mismos, como el mayoral se entrega a ese cuidado y ese mimo.
Hasta entran ganas de desnudarse por entero y tirarse como una vaca brava sobre la fosa para que esta desgracia se vaya y nos cure el alma y vuelva el polvo a los caminos y los cencerros y los toros sobre las mangas del campo bravo.
Tras la faena, Ángel toma camino, ya casi al caer la tarde, al cercado de las madres de la ganadería donde ya ha empezado la paridera, temprana. Mientras nos conduce, nos habla del pienso que elabora con la ayuda de José Antonio Zúñiga, veterinario y nutrólogo, con maíz, colza, remolacha, cebada… y sus correctores de acidez. Que al toro hay que echarle lo mejor y este es su paraíso.
Es la última faena, la de recorrer el cercado de las vacas casi al atardecer, porque no le gusta ir a descansar sin ver que los recién nacidos hayan mamado. Entonces cuando los ve junto a sus madres con la tetina entre los belfos, es cuando descansa
Luego nos despedimos y al dejar la vista atrás, el silencio es tan ruidoso, casi escandaloso, que parece que resuenen las campanas de la Catedral Nueva de la cercana Salamanca junto a los clarines de su feria de septiembre… es una ilusión, una ilusión que, si Dios quiere, pronto volverá y lo hará con más ganas y más fuerza y los animales desparasitados de este terrible silencio, de este terrible olvido, aunque el mayoral los mima y cuida igual, entregando su vida en ello como siempre.
Martinamor, qué bonito nombre y luego la noche cubre las alturas de la Sierra de Béjar.