Cuando era pequeño, los mayores siempre andaban preguntando qué quería ser de mayor y yo
siempre respondía lo mismo:
“ Yo, vaquero de toros bravos “.
Y como los adultos tienen esos golpes de incomprensible lógica, me decían:
“ Calla niño. Tú médico, para que me cures cuando sea mayor “
Como si ya no fueran mayores, pensaba yo; pero como era un niño, aquellos pensamientos no
llegaban a ninguna parte.
El caso es que mi deseo se iba haciendo cada vez más grande, sobre todo cuando llegaban las fiestas
de mi pueblo: los Sanjuanes de Coria y los encierros a caballo por la amplia avenida; el campanear
de los cencerros, el bufar de los toros, el galopar de los caballos camperos y aquellos hombres que a
mí me parecían héroes, conduciendo la manada entre el gentío y la música.
Antes de que se abriera la puerta del chiquero, los hombres con sus gorras y sus rostros surcados
por el azote del viento y el sol, calentaban sus cabalgaduras para que estiraran sus músculos con
pequeños y rápidos galopes y frenaban en seco, marcando una raya sobre el áspero suelo. Algo que
con el tiempo he aprendido que se llama “ parada a raya “.
Yo soñaba con aquellos hombres y sus cabalgaduras, soñaba en ser como ellos un valiente y un
jinete libre, con los cabellos y la cara al viento.
Porque el encierro no sólo consistía en amparar a la manada hasta conducirla a su destino, sino que
en ocasiones, algún toro se paraba pidiendo pelea con sus astifinas astas apuntando al cielo y
embistiendo a diestro y siniestro, provocando un pánico generalizado y unos nervios que sólo los
más valientes eran capaces de templar; era entonces cuando el vaquero o el mayoral a caballo y sin
la menor dilación, citaba con su cabalgadura a la enfurecida bestia y a golpe de cola y recortando
como un torero, lo reintroducía en el redil, o hacia algún quite salvando la vida a más de un joven
corredor. Era tal el arrojo, la serenidad y la templanza de aquellos jinetes, que no podía menos que
mirarlos como lo que eran: unos paladines del valor que ni siquiera parpadeaban al embiste del
bruto.
Así fue como poco a poco, me fui aficionando al mundo del toro, siguiendo la estela de aquellos
“ caballeros “ por cuantos encierros a caballo se corrían por los alrededores.
¡¡ Cómo no admirar aquella elegancia, aquella delicadeza, aquel inconfundible estilo ¡¡
Así que cuanto más me preguntaban, más me reivindicaba.
Fui creciendo y con el tiempo, fui tomando conciencia de aquel arte campero, hasta que un buen
día, tuve la inmensa fortuna de conocer una ganadería de toros bravos, el castillo, la fortaleza, la
alcazaba y ciudadela donde vivían aquellos hombres que, repito, para mí eran gloriosos héroes.
Los caballos galopaban en libertad por verdes valles que surcaban arroyuelos y florecillas de
colores inefables, sin más brida ni montura que su libertad. Junto a ellos las vacas y los becerros con
su desparpajo y su caminar despreocupado, como si fueran los habitantes de la Arcadia en una
escena bucólica, escapada de los relatos más sutiles.
Y luego estaba el cercado de los toros como titanes, con sus cuerpos ennegrecidos por la lucha y por
el sol y sus ojos de cristal y sus cuernos afilados apuntando al cielo como los pináculos de una
catedral gótica, porque gótica era la escena. Algunos se enzarzaban en interminables peleas como
colosos fugados de ancestrales ritos, mientras otros simplemente descansaban tumbados al sol,
como si la vida fuera un verde océano de paz.
Confieso que era como si hubiera sido sacado de una película o de las páginas de un libro de la
antigua Grecia. Así que allí me senté a disfrutar de aquel paisaje que llenaba el alma de paz, sólo
con respirar aquel aire fresco y acariciar aquella brisa de ternura y mimo, porque aquello era un
mimo de la naturaleza.
Y luego llegaba el mayoral para que todo estuviera en orden, el pintor de aquel lienzo, porque para
que la paz floreciera, el mayoral y los vaqueros habían dejado atrás la guerra de los encierros para
convertirse en los guardianes de aquel paraíso.
Sin ellos nada de aquello sería posible, ni habitarían aquel jardín del Edén junto al toro, águilas
imperiales en peligro de extinción, linces ibéricos de piel rayada e infinidad de animales que sin la
custodia de aquellos hombres, hace mucho tiempo que habrían dejado de existir.
Porque cuando un solo animal desaparece, con él se va esa fe en que la vida sea posible sin rencores
ni contiendas.
En el invierno, cuando en la estepa salmantina el hielo cubre los campos con su coraza de acero
helada, los mayorales encienden hogueras para que los recién nacidos no mueran de frío; o en el
verano, cuando el implacable sol aprieta en la campiña sevillana, son ellos quienes les acercan el
agua para que los animales refresquen sus hocicos y su sed.
Sin ellos la vida no sería posible.
Así que cuando alguien me pregunta que quiero ser de mayor, siempre contesto lo mismo.
“ Yo mayoral de toros bravos “